Macondo, geografía y novela

Publicado por Fredo miércoles, 29 de abril de 2009

LA CIUDAD DE MACONDO DEL ESCRITOR COLOMBIANO GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.

Conrado Zuluaga nos descubre la fundación de “ese continente dentro de un continente” que es Macondo, ciudad imaginaria de la novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

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Hace poco más de medio siglo, en 1950, el joven escritor colombiano Gabriel García Márquez, polemizaba desde su columna La Jirafa en el diario “El Heraldo” de Barranquilla, con otro escritor, el antioqueño Manuel Mejía Vallejo, a raíz de unas declaraciones de este último en donde sostenía que el problema principal de nuestra literatura consistía en su afán por querer parecerse a Joyce, a Kafka, a Faulkner. El futuro autor de la saga de los Buendía objetaba esa posición: El problema de la literatura colombiana —decía el joven columnista— es ese que no se parece a Joyce, a Kafka, a Faulkner. Y —concluía— le faltó imperdonablemente Virginia Woolf.

Unos años más tarde, pocos meses después de haber hecho su aparición Cien años de soledad en la ciudad de Buenos Aires, tuvo lugar en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de San Marcos en Lima una animada y desprevenida conversación entre Mario Vargas Llosa, en ese entonces ya un conocido escritor después de la aparición de La ciudad y los perros, y Gabriel García Márquez, quien empezaba a ser consciente del tremendo impacto que estaba causando su novela en el ámbito de la lengua española. En medio del intercambio de opiniones entre los dos escritores, surgió el nombre de otro escritor, el del Premio Nobel de literatura William Faulkner. De inmediato, García Márquez expresó que ellos tenían claro que el método francés o el español no servían para reflejar la realidad latinoamericana, y que el encuentro con la obra de Faulkner había sido algo casi providencial, porque allí habían encontrado todos ellos —es decir, aquellos que empezaban a perfilarse como los más firmes y sólidos integrantes del ‘boom’— el método ideal, adecuadísimo, para reflejar nuestra realidad.

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La lectura atenta de Cien años de soledad permite percibir con claridad que la narración, es decir, los personajes y los acontecimientos, van dibujando una geografía peculiar. Uno de los aspectos más evidentes consiste en el aislamiento físico que soporta Macondo. Esa condición de marginalidad, buscada en un comienzo por sus pobladores se convierte —con el devenir del relato— en su rasgo más característico, después en un lastre y, por último, en su condena y sentencia de muerte. En sus orígenes, la “aldea de veinte casas de barro y cañabrava” es el resultado de dos circunstancias específicas. Por un lado, la voluntad manifiesta de José Arcadio Buendía, después del duelo de honor en donde da muerte a Prudencio Aguilar, de marcharse del pueblo en donde vive agobiado por la conciencia (las repetidas apariciones del espectro del muerto hasta en la alcoba de su casa): “—Está bien, Prudencio —le dijo—. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.” Se trata, pues, de un viaje hacia el olvido. Un viaje que tiene la pretensión no de borrar la culpa, sino de extirpar el pasado.

Es así como José Arcadio Buendía emprende la travesía de la sierra, “hacia la tierra que nadie les había prometido”, en compañía de algunos de sus amigos contagiados por la perspectiva de la aventura. Dos años después fueron los primeros mortales que vieron el otro lado del mundo: la vertiente occidental de la sierra. Entonces acamparon a la orilla de un río y esa noche José Arcadio Buendía soñó “que en aquel lugar —dice la novela— se levantaba una ciudad ruidosa con paredes de espejo. Preguntó que ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo”. Este es el segundo aspecto. Macondo es el resultado de un sueño, de una revelación. Se podría, sin temor a equivocarse, equipararlo a un mandato bíblico.

Este aislamiento, esta condición de marginalidad, se hace más evidente aún cuando José Arcadio alcanza a imaginar, debido a las reiteradas visitas de los gitanos, que “En el mundo están ocurriendo cosas increíbles” y que es necesario poner a Macondo en contacto con los grandes inventos. Este nuevo éxodo se enfrenta al desconocimiento que tenían de la geografía de la región, aunque el texto mismo se encarga de señalarle al lector que José Arcadio sabía que al oriente estaba la sierra y que esa ruta “no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado”, que al sur estaban los pantanos y el “vasto universo de la ciénaga grande” y que, por último, la ciénaga se confundía al occidente “con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales”, de suerte que la única posibilidad de poner a Macondo en contacto con la civilización era la ruta del norte y hacia allí encamina sus pasos. Unas semanas más tarde, agobiados por la travesía encontraron un galeón español que “parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y olvido, vedado a los vicios del tiempo”, y al cabo de doce kilómetros más y cuatro días de viaje, sus propósitos se derrumbaron ante un mar de ceniza: “—¡Carajo! —gritó. Macondo está rodeado de agua por todas partes.”

De este modo empieza a gestarse un mito, no inventado sino vivido, a partir de la idea de un Macondo peninsular como resultado del mapa arbitrario realizado por José Arcadio Buendía: “‘Nunca llegaremos a ninguna parte’, se lamentaba ante Úrsula. ‘Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia’.”

Esta circunstancia originaria está amortiguada por una serie de elementos que presentan la aldea como un paraíso: todas las casas recibían la misma cantidad de calor, todos sus habitantes tenían que hacer el mismo esfuerzo para recolectar agua, estaban prohibidos los gallos de pelea y los restantes animales vivían en comunidad pacífica, nadie era mayor de treinta años y nadie había muerto. Ni siquiera tenían cementerio. Macondo era entonces un pueblo feliz, con sus casas ordenadas y sus gentes laboriosas, “a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Pero el mito no inventado sino vivido se renueva a cada día, en su curso circular. Los habitantes de Macondo, con José Arcadio Buendía a la cabeza, se empeñan en diversas ocasiones por encontrar una vía, una ruta, una condición, que los vincule con el mundo exterior. Esfuerzos que siempre son invalidados por las circunstancias geográficas, como en el episodio anterior, o humanas, como se podrá apreciar más adelante. La paradoja estriba en que esos empeños sólo logran cristalizar cuando José Arcadio Buendía y la comunidad renuncian a sus propósitos, como si estuvieran atados a un travieso destino que les impide ser dueños de sí mismos. Pero eso no basta, el mito parece aplicar otra vuelta de tuerca a la desventurada aldea de trescientos habitantes: el mundo exterior irrumpe de manera esporádica en Macondo y en cada ocasión que lo hace, son más las desgracias y calamidades, las desventuras y nostalgias que se precipitan sobre el pueblo. Así ocurre con los gitanos, con los comerciantes, con la política, con las guerras civiles, con el tren, con la compañía bananera, con el diluvio, con todo.

Esta infeliz circunstancia es patente en cada uno de los momentos atrás apenas enunciados. Los gitanos, por ejemplo, que parecían heraldos del progreso, llevaron el imán (que servía para desenterrar cachivaches pero inútil para encontrar el oro de la tierra), la lupa (que acortaba las distancias, inservible como arma solar), el hielo (como el gran invento de esos tiempos, que tampoco contribuyó a hacer más fresco el mediodía ardiente de la aldea) y el astrolabio, la brújula y el sextante, que le permiten a José Arcadio hacer ciencia, aunque para todos los habitantes de Macondo parece ser más un asunto de magia: “Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento: —‘La tierra es redonda como una naranja’—. Úrsula perdió la paciencia. ‘Si has de volverte loco, vuélvete tú solo’, gritó. ‘Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano’.”

Algo similar puede decirse de los comerciantes quienes llegan gracias al empeño de Úrsula cuando marcha tras los gitanos en busca de su hijo que huye de Pilar Ternera. Úrsula no alcanza a los gitanos, pero encuentra la ruta del comercio: “...hombres y mujeres como ellos, ...que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana”.

La esmirriada aldea de entonces se transforma en un pueblo activo lleno de tiendas y talleres de artesanía, al tiempo que dispone de una ruta permanente de comercio. Los cambios, es decir, el reemplazo del trabajo de la tierra (pastores) por la artesanía y el comercio, conducen incluso a que Úrsula inicie un prometedor y halagüeño negocio de animalitos de caramelo. Pero es a través de los gallitos verdes y los pececitos rosados y los tiernos caballitos amarillos que la enfermedad del insomnio se propaga por toda la aldea. Otro aspecto que agudiza aún más el sentido trágico de los habitantes de Macondo estriba en que la peste del insomnio procede de los orígenes, es decir, de esa ruta que a José Arcadio Buendía no le interesó porque lo conducía al pasado, pues son Visitación y su hermano —los indios guajiros que le ayudan a Úrsula en los quehaceres domésticos— y Rebeca, la recién llegada que nadie recuerda pero que hace parte de la familia, los portadores de la enfermedad.

Como es bien sabido, la manifestación más crítica de la enfermedad no radica en la imposibilidad de dormir, sino en la pérdida de la memoria, en la incapacidad para memorizar los objetos y su uso, así como los sentimientos: “... cuando el enfermo empezaba a acostumbrarse al estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aún la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado”. Este cruel destino obliga a colocar letreros a todo. De ahí el cartel que ponen a la entrada del pueblo con la leyenda de Macondo y el que colocan en la calle principal y que pregona que Dios existe. Lo que los atribulados habitantes del pueblo no podían prever era que se trataba de una realidad escurridiza, capturada fugazmente por las palabras, “pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”.

Y es Melquíades, quien regresó de la muerte porque no pudo soportar la soledad y “decide refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte”, el que libera a Macondo de la peste del insomnio. El pueblo recupera sus recuerdos y José Arcadio Buendía y el gitano renuevan su amistad.

Sin embargo, otra peste de índole muy diversa se cierne sobre Macondo y para esa no hay sabiduría milenaria que valga. Por la ruta permanente de comercio establecida años atrás, llegó un día don Apolinar Moscote, el corregidor, y su primer acto administrativo fue impartir la orden de pintar todas las casas de azul para conmemorar un nuevo aniversario de la república. Por una parte, hace su aparición abrupta un Estado que nunca antes se había interesado por ellos —”..no habían fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer”, replica José Arcadio—, y por otra, la intromisión de la politiquería, esa actividad humana que alcanza su máxima realización en la corrupción de los mejores, y constituye el refugio de la mentira y la trapacería.

Los habitantes de Macondo están a punto de hundirse, no en el tremedal del olvido sino en algo aún peor, en el lodazal sin límites de las guerras civiles: las confrontaciones militares, la devastación de los pueblos, el ejercicio omnímodo del poder, los ideales abstractos y las consignas que los políticos voltean al derecho y al revés, la traición de los luctuosos abogados que cambian los más caros propósitos por una representación en el parlamento y un cargo en el exterior, y la burla de más de medio siglo a la cual fueron sometidos los veteranos de guerra que se murieron de hambre esperando el correo. Ese es el escenario de las guerras civiles. El coronel Aureliano Buendía refleja a la perfección esa dramática situación, después de varios años de enfrentamientos inútiles: “...el coronel Aureliano Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.”

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Las historias del tren y la compañía bananera están íntimamente asociadas al devenir del pueblo. La explotación del banano no es concebible sin un medio de transporte eficaz y barato que coloque en puerto las toneladas diarias que parten hacia los mercados internacionales. Y es ahí donde hace su aparición el tren, “El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios y calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo”. El tren y la compañía bananera propician un cambio muchísimo mayor que el generado muchos años atrás cuando hicieron su arribo los comerciantes.

Con la compañía bananera y el ferrocarril llega, en primer término, la barahúnda de forasteros, el cine al que no volvieron los originarios habitantes de Macondo porque consideraron “que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios”; la transformación del pueblo en un campamento de casas de madera con techos de zinc; la alteración del régimen de lluvias, el ciclo de las cosechas y el curso del río; el otro pueblo donde se instalaron los funcionarios de la compañía, “Los gringos, que después llevaron sus mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de rejas metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices. El sector estaba cercado con una malla metálica, como un gigantesco gallinero electrificado”. La transformación es tan radical que los habitantes de Macondo se levantaban todos los días a conocer su propio pueblo porque esos nuevos forasteros estaban dotados de “recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia”.

Una vez más son Macondo y sus habitantes quienes padecen las consecuencias catastróficas y cruentas de la avalancha. Primero el sometimiento del pueblo a la explotación y el saqueo desmedido, luego la masacre de los trabajadores a manos del ejército regular que llegó desde el interior del país para sofocar la huelga y, por último, el diluvio de cuatro años, once meses y dos días. Al final, la desvergonzada y cínica explicación oficial de que no hubo muertos y la compañía bananera nunca existió.

Con el estoicismo que siempre ha caracterizado a esta aldea, sus habitantes soportaron el asedio de la lluvia, y quienes fueron capaces de soportarlo se convirtieron en los únicos sobrevivientes en un pueblo que ya no creía en nada. Las irrupciones esporádicas del mundo exterior han generado demoledoras y cruentas secuelas. El ánimo emprendedor y entusiasta de sus habitantes ha desparecido por completo, la estirpe de los Buendía se desmorona a pedazos. Meme, que se atrevió a romper el vicioso círculo familiar y engendró un hijo con un menestral que trabajaba en la compañía, fue desterrada al olvido: “La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar el paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas, y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que muriera de vejez, con sus nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un tenebroso hospital de Cracovia.” Otro tanto puede decirse de José Arcadio Segundo, que llegó a ser capataz de la compañía, estaba en la plaza del pueblo la noche en que los huelguistas fueron declarados cuadrilla de malhechores y sobrevivió a la masacre. Por órdenes de Fernanda no volvería a pisar la casa, mientras estuviera contagiado por la sarna de los forasteros.

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Hay múltiples y muy específicas referencias a lo largo de la novela a la palabra escrita, desde las primeras instrucciones que Melquíades, de su propio puño y letra, le deja a José Arcadio Buendía para que pueda utilizar los instrumentos de navegación, hasta el momento crucial en que a Aureliano Babilonia se le revelan en los instantes finales las claves definitivas que poseían los manuscritos y ve “el epígrafe de los pergaminos perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres:...”.

El decreto, con el escudo de la república y su membrete, que da constancia del nombramiento de Apolinar Moscote como corregidor, es otra expresión de esa palabra escrita. Más adelante, el lector se encuentra con el descomunal esfuerzo de José Arcadio Buendía por combatir la peste del insomnio con la construcción de la máquina de la memoria: “El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir”. Como el descubrimiento de que la tierra es redonda como una naranja, José Arcadio Buendía proyecta en esta ocasión la redacción de una enciclopedia ( èv, en; kúklos, círculo; paideia, instrucción).

Un poco después, Melquíades concentra toda su atención en las interpretaciones de las profecías de Nostradamus, mientras garrapatea papeles “con sus minúsculas manos de gorrión”. Es así como cree encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo: “Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de los Buendía. ‘Es una equivocación’, tronó José Arcadio Buendía. ‘No serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo soñé, y siempre habrá un Buendía, por los siglos de los siglos’”. La presencia de la guerra conducirá a otras manifestaciones de la palabra escrita: las proclamas altisonantes, los telegramas urgentes, las sentencias de fusilamiento y los acuerdos de paz. Por su parte, José Arcadio Buendía amarrado al castaño soltará imprecaciones contra el mundo, llevará a cabo raciocinios sorprendentes, y reclamará la atención de los habitantes de la casa para que atiendan sus necesidades diarias más urgentes, en puro latín.

A lo largo de esos dilatados cien años hay otras referencias a la palabra escrita que no es posible pasar por alto. Cuando Aureliano Babilonia logra descifrar, después de sus estudios agotadores que los manuscritos se encuentran en sánscrito, Melquíades se aparece por última vez en el cuarto de platería y le indica a Aureliano que busque una gramática del sánscrito en la librería del callejón de muchachitas que se acostaban por hambre. En esa búsqueda que lo conduce a la librería del sabio catalán, Aureliano conocerá a cuatro muchachos despotricadores, Álvaro, Alfonso, Germán y Gabriel, sus únicos amigos en Macondo. Álvaro se encargará de demostrar, una noche de parranda, que la literatura es el mejor juguete que se han inventado para burlarse de la gente.

Unos años después, cuando el sabio catalán decide abandonar a Macondo y regresar a su aldea mediterránea, se desata en improperios cuando el funcionario del ferrocarril pretende que sus baúles con los libros sean tratados como bultos. El mundo habrá acabado de joderse, exclama desconcertado, cuando los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga.

Por último, hay dos circunstancias que inscriben a Cien años de soledad dentro de la mejor y más legítima tradición literaria. Por una parte, la novela que los lectores tienen entre sus manos no es otra cosa que los manuscritos de Melquíades descifrados. En repetidas ocasiones Melquíades aparece entregado a su escritura indescifrable, para exclamar al concluir, “He alcanzado la inmortalidad”. El momento culminante tiene lugar cuando un día el gitano lee a José Arcadio apartes que este último por supuesto no entendió y que recordará con toda nitidez frente al pelotón de fusilamiento. Muchos años después, Aureliano Babilonia descubrirá, al descifrar los manuscritos, que Melquíades le leyó a José Arcadio la profecía de su fusilamiento.

Las referencias literarias también se encuentran desperdigadas por todo el relato: José Arcadio, quien se fuga con los gitanos cuenta a su regreso a Macondo que vio en el Caribe el buque corsario de Víctor Hughes perdido para siempre el rumbo de la Guadalupe, en una clara referencia a El siglo de las luces. Unas páginas más adelante el lector se enterará de que entre los huelguistas figura Lorenzo Gavilán, combatiente de los ejércitos de Artemio Cruz, personaje de la novela de Carlos Fuentes. Por último, en las páginas finales del libro, Gabriel —que no es otro que el mismo autor— gana un concurso y viaja a París en donde se hospeda en el mismo hotel donde años después habría de morir Rocamadour, que como todos los lectores saben es el hijo de la Maga, en Rayuela.

Cien años de soledad es, pues, una síntesis de ficción y mimesis, de creación literaria y reflejo de la realidad, porque como las grandes obras de la literatura cumple a cabalidad con la sentencia de Mallarmé: el mundo existe para terminar convertido en un libro.

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Una vuelta al principio trae como consecuencia una pregunta insoslayable. ¿En qué consiste el “método faulkneriano”? El escritor sureño se negó siempre a teorizar sobre literatura porque sostuvo en todo momento que él no era un profesional, sino sólo un granjero que contaba cuentos. Pero se pueden aventurar un par de ideas a partir de algunas opiniones expresadas por el autor. El célebre “método” tiene dos aspectos fundamentales. El primero consiste en la conciencia de que su propia realidad posee toda la dignidad suficiente para que se escriba sobre ella, es decir, la conciencia clara de que el mundo no termina en la periferia sino que es allí en donde empieza. Y la segunda, en la transposición poética de esa realidad circundante, en la elaboración mediante el artificio de la palabra de una atmósfera irrepetible, de un ritmo encantatorio que conduce al lector al centro mismo del prodigio.

A esa conclusión se puede llegar a partir de la entrevista que concedió William Faulkner a Malcom Cowley, uno de sus más sistemáticos estudiosos. Se trata de la misma ocasión en que pintó el mapa del condado de Yoknapatawpha y señaló los lugares de los principales acontecimientos de sus novelas y luego lo firmó con la leyenda “Único dueño y propietario: William Faulkner”. En esa misma ocasión, el escritor declaró: “Descubrí que mi región, mi porción de suelo natal, más pequeña en los mapas que una estampilla de correos, era digna de que se escribiera sobre ella, y mediante la sublimación de lo real en apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que Dios me dio y nunca viviría lo suficiente para agotarla”.

Por su parte, el escritor colombiano, quien descubrió a William Faulkner por allá en los comienzos de los años cincuenta y en la recepción del Premio Nobel se refirió a él como “mi maestro”, lo calificó en sus años de deslumbramiento como el más grande escritor del siglo XX por haber sido capaz de crear un continente dentro de otro continente.

A estas alturas, transcurridos casi cuarenta años desde la aparición de Cien años de soledad y después de convertirse en uno de los libros más traducidos y vendidos en el mundo entero, es fácil comprender —y aceptar incluso por los más reacios— que se trata de una de las mejores mayores en lengua española. Es menester terminar esta aproximación con las frases finales de la pastoral de desengaño que el sabio catalán, don Ramón Vinyes, envía a sus amigos en el último capítulo de la novela: “Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como dos espejos, perdió su maravilloso sentido de la realidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagaran en Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.”

Conrado Zuluaga, 2004

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"Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere"

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