1er Festival Internacional de la Trova en México

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* Se efecutará en el Zócalo capitalino en agosto próximo

México, 3 Mar (Notimex).- Por primera vez, troveros, peñas y toda la comunidad similar que existe en México, se congregarán en el Zócalo de la Ciudad de México, en agosto próximo, para dar la bienvenida a la primera edición del Festival Internacional de la Trova en México 2009.

La iniciativa está a cargo de "El Breve Espacio", el recinto más representativo en el género de la Trova en México y "Branding Show Management", agencia especializada en el Branding y Co-Branding del medio artístico, busca promover y difundir este canto típico que abunda en muchas regiones del mundo, así como a los grandes exponentes mexicanos.

Ciro Oliva Rojas, uno de los organizadores del evento y administrador de "El Breve Espacio", comentó a Notimex que durante dos días (aún por definir), artistas de mayor renombre mundial de la Trova, se darán cita en la que es considerada una de las plazas más grandes del mundo, para este festejo, que preve reunir a más de 200 mil personas en la Plaza de la Constitución o Zócalo.

Explicó que el proyecto surgió a raíz de que tanto él, como el compositor mexicano Miguel Luna, llegaron a la conclusión de que son pocos los espacios que se ofrecen para que los músicos interpreten este tipo de repertorio.

"Siempre veía a músicos cantando y me preguntaba dónde las tocaban; así que me di cuenta que no existían foros para que trovadores mexicanos interpretaran sus canciones, lo cual se me hacía algo triste.

"En el Breve Espacio, lugar que abrí hace algunos años, involucramos e invitamos a artistas de en este medio, a fin de difundir la trova. Pues no necesitamos difundir al pop, el jazz, la bossanova, el rock, el funk, todo ellos ya se conocen, excepto la trova, la cual no es un género, sino una forma de integrar la poesía con la buena música, la buena escritura", explicó.

De acuerdo con Oliva Rojas, la idea del festival radica en que existe mucho talento en México y "no se ha expuesto a nivel internacional".

"La idea entonces es convocar a los mejores expositores de la trova a nivel mundial, como Silvio Rodríguez, Pablo Milanes y Amaury Pérez, entre otros", explicó.

"Queremos que vengan a este festival y que estén conviviendo a la vez con los exponentes mexicanos de la talla de Oscar Chávez, Fernando Delgadillo, David Filio, Sergio Félix, y con los nuevos creadores, como Miguel Insunza, Rodrigo Rojas, Alejandro Santiago y Alejandro Peña, entre otros", refirió.

Deseamos que este tipo de canción sea dignificada poniéndola a nivel mundial de los grandes maestros, destacó Oliva Rojas, al tiempo que señaló que se encuentran en los preparativos de este evento.

El Café

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Alfonso Reyes y las delicias del café

Estos son algunos fragmentos de un texto de Alfonso Reyes, en cuya lectura podemos adentrarnos a la ritualidad y exuberancia que implica saborear una taza del mejor café. Texto tan delicioso como el buen café de altura de nuestras tierras...


Sea a como fuere, la momentánea decadencia de las tradiciones no siempre se explica ni justifica. Véase el caso del buen café, que se anda perdiendo sin remedio y no tenía por qué perderse. Nadie ha querido creer en mi sinceridad cuando me he quejado –yo que tanto amo a Brasil, donde se produce tan buen café– de que la gente del Brasil ni sabe gustarlo ni prepararlo. En vez de tostarlo, es frecuente que lo carbonicen; después lo desvirtúan con el exceso de azúcar; y luego todavía, lo engu-llen de un trago y sin paladearlo, dizque para evitar que se enfríe. Pero quemarse no es saborear. Del viejo mineiro (lo más castizo del Brasil) cuentan que siempre reclama porque no le sirven el café bastante calien-te; y entonces lo escupe de rabia diciendo que está frío, y el perro que recibe el escupitajo sale ardido y aullando cuán-cuán a todo correr.
Pues figuraos que, ade-más, el buen café de Brasil desaparece del mundo sin llegar a dar su fina flor, y he aquí por qué: los cosecheros paulista tienen vendida la exclusiva de los mejores tipos a los Estados Unidos. Yo sólo pude lograr, por cortesía de la Bolsa de Santos, que me obsequia-ran un saco de café de primera, pues vendérmelo les estaba prohibido. Y ese café de primera, que emigra lamentablemente rumbo a los Estados Unidos, allá, todos lo saben, se convierte en un agua turbia y sin aroma.

Cosa delicada es la elaboración del café, de extrema limpieza y gran paciencia, sin las cuales aún con la mejor calidad se llega a los peores resultados. Y es en el café producto de tan singular variedad que siempre caben las sorpresas, las decepciones, aunque se lo cuide y acaricie con la intención y con ese casi inefable secreto que comunicó a la mujer... no sé si la misma serpiente del paraíso. Por eso quise decir en la Minuta que, con los mismos elementos y los mismos cuidados, unas veces se acierta y se fracasa otras, y que hay algo en el café de caprichoso, de incierto, como en la fantasía de la Arabia que lo descubrió.

Un día me propuse dar un ejemplo y ofrecí café mexicano, despulpado, suave y fino, al Ministro de Relaciones Exteriores de Río de Janeiro. Yo quedé más que satisfecho; pero siento decir que ni él pareció apreciarlo mucho, por el mal hábito adquirido, ni quiso creer que aquel café era mexicano, sino que lo creyó de Colombia; porque mi caro y llorado amigo tenía de mi país una idea quimérica, y tampoco pude convencerlo nunca de que nuestros ferrocarriles son algo mejores que los del sur.

Y no hablemos de otros vicios más o menos generalizados: aquel desacato de ennegrecer el café con azúcar chamuscada; aquel desacato de echarle garbanzo, como en las fondas de mala muerte; aquel desa-cato de mezclarlo con a-chicoria, pecado del que participa aun la Europa más refinada.

Y voy a probar el mal con el caso que más me duele y más me confunde. De regreso a mi país, me he encontrado con que también por acá va desapa-reciendo el noble arte de ela-borar el café. Fui en su busca hasta la Meca del café michoacano, hasta Uruapan. La hermosa carretera de Morelia a Pátzcuaro –una de las más hermosas del mundo– se bifurca a cierta altura, y allí una senda nos conduce a Uruapan, por entre oleajes de cumbres y huertas y selvas olorosas. Pronto la tierra –rojiza como en São Paulo, tierra que promete y da el café– comienza a envolvernos. Uruapan se acerca, dormida gloriosamente en sus jardines, sus cascadas y aquellos románticos toldos vegetales. Lindas muchachas observan la llegada del auto, con unos ojazos del color del café. La tez morena y dorada de la raza exalta la imagen del café, de la omnipre-sencia del café, a extremos de alucinación... ¡Y cuál no fue mi desengaño! Allí me dieron a beber un frío y negro extracto de cucaracha, viejo y torcido de varios días, en una botella mal tapada con un taco de papel de periódico, y me pusieron al lado –¡abominación de la abominación!– una jarrita de agua caliente para que graduara a mi gusto el ponzoñoso brebaje.

Fuente original: Alfonso Reyes. Memorias de cocina y bodega. Minuta. Tezontle Cocina. Fondo de Cultura Económica, México, 1989. Descanso XI, pp. 95-99.

La Escritura Embrujada

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Una entrevista de Conchita Penilla con Gabriel García Márquez filmada por Yves Billon y Mauricio Martínez-Cavard en la que se desentrañan las claves de su particular oficio de escritor.

A través de la palabra asistimos a un completo recorrido por la vida, la obra y los métodos del escritor colombiano.

«La escritura de ficción es un acto hipnótico. Uno trata de hipnotizar al lector para que no piense sino en el cuento que tú le estas contando y eso requiere una enorme cantidad de clavos, tornillos y bisagras para que no despierte. Eso es lo que llamo la carpintería, es decir es la técnica de contar, la técnica de escribir o la técnica de hacer una película. Una cosa es la inspiración, otra cosa es el argumento, pero cómo contar ese argumento y convertirlo en una verdad literaria que realmente atrape al lector, eso sin la carpintería no se puede.»

Gabriel García Márquez




Son muy raras las ocasiones en las que el autor colombiano concede entrevistas filmadas. Este testimonio constituye por tanto un documento excepcional, y de viva voz, sobre la obra y los procesos creativos del premio Nobel.

Buscando a Gabo

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Buscando a Gabo, es un documental que retrata la faceta más humana de Gabriel García Márquez, a través de testimonios de sus familiares, amigos y colegas periodistas y escritores.

El documental está dirigido por Luis Fernando ‘Pacho’Bottía y según su productor, Juan Manuel Buelvas "Revive los momentos del Gabo Caribe, cataqueño, vallenato; el Gabo tímito, disciplinado y riguroso; el Gabo educador y el Gabo amigo de sus amigos. Es una búsqueda que elude al García Márquez como celebridad, rastreándole en lugares como Aracataca, Sucre, Zipaquirá, o ciudad de México, Bogotá y La Habana".

El Realismo Virtual de 100 Años de Soledad

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Se trata de una audacia visual, esta magnífica version flash sobre la novela.

Esta forma de presentar el contenido, así como los personajes y los lugares donde se desarrolla la novela es un hermoso homenaje a la obra y al autor.

El sitio es presentado por el diario “El Mercurio” de Santiago de Chile, e ilustrado por Fernando Rubio, el diseño y la animación por José Infestas, la animación inicial, -extraordinaria realización de Juan Correa - ademas del vídeo y el color por Felipe Galvez y Ernesto Medina respectivamente.

Es difícil describir la riqueza de detalles del contenido. Hay que verlo con sus propios ojos. La mayoría de los personajes de la novela están representados con ilustraciones al estilo de una historieta. La música es del compositor francés Yan Tiersen.

Ediciones

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La popularidad de esta novela empezó a gestarse desde la primera edición de Sudamericana de Buenos Aires (junio de 1967), que constaba de ocho mil ejemplares y se agotó en la primera semana, gracias —simple y llanamente— a los comentarios que corrían de boca en boca. Porque el otro asunto digno de tener en cuenta es que son pocas las novelas del siglo XX que constituyen un fenómeno de expansión como el que disfruta esta novela: en los primeros veinte años, Sudamericana llevó a cabo cincuenta ediciones. A lo anterior hay que añadir que estaban de por medio las ediciones de editoriales españolas, mexicanas y colombianas, las ediciones de los clubes, las institucionales y aquellas pertenecientes a las colecciones especiales.

Y si bien el viajero puede estar seguro de que en cualquier librería del mundo hispano encontrará un ejemplar en español de Cien años de soledad, tampoco puede sorprenderse de que lo mismo le ocurra con la traducción, no en París, Londres, Berlín, Lisboa o Roma, lo cual a estas alturas es apenas elemental, sino en Budapest, Jerusalén, La Haya, Copenhague, Riga, Reikiavik, Nueva Delhi o Tokio. Esta novela está traducida a más de 34 idiomas en donde figuran, además de los más extendidos, otros idiomas: el lituano, el esloveno, el serbio, el malayalam, el croata y el bosnio. Los dos últimos en entrar a formar parte de esta lista que crece todos los días, han sido el letón y uno extendido por la India, el hindi (descendiente del sánscrito, aquel en el que Melquíades escribió la versión original de Cien años de soledad). En los tres años siguientes a la concesión del Premio Nobel, las ediciones en holandés, por ejemplo, se multiplicaron, hasta tal punto que en 1982 se conseguía en las librerías la novena y cinco años después la última edición era la duodécima o decimotercera. En los círculos editoriales se calcula que de Cien años de soledad se han vendido más de 30 millones de ejemplares.

Mito del Génesis

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Es sabido que los mitos cosmogónicos narran la creación del universo. El nacimiento del conocimiento racional. En “Cien años de soledad”, no se narra la creación del mundo desde la nada, pero sí la de una sociedad humana dentro de un universo ya hecho. Toda génesis humana parte de la génesis cósmica: la primera, repitiendo; la segunda, rehaciendo.

Aunque Cien años de soledad es descrita como una cosmogonía semejante a la de la Biblia, hay una diferencia muy importante entre una y otra, ya que la historia de la Biblia es lineal, mientras la de la novela es cíclica; puesto que el autor, constantemente, comienza y rehace su historia. En cambio, la Biblia avanza desde la creación, el Paraíso Terrenal, la raza elegida, la encarnación, la crucifixión, hasta el Apocalipsis. El mundo que surge en Cien años de soledad, es un mundo primordial, perfecto, prehistórico y prelingüístico (“muchas cosas carecían de nombre”); aunque esta condición no perdura ni en la Biblia ni en la novela. El lenguaje, en el sentido “mítico-religioso” de la “palabra”, indica no sólo el inicio del universo, sino también los principios del conocimiento racional, y también, el irracional y científico de los Buendía que coincide con la llegada de los gitanos. Éstos traen a Macondo el lenguaje técnico y científico, es decir, un lenguaje civilizado, al dar a conocer los nuevos inventos.

Macondo se asemeja al Paraíso Terrenal. José Arcadio Buendía sería, desde luego, Adán. Macondo parece una utopía fundada por hombres; aldea, en vez, de jardín; una arcadia porque está aislada, donde la convivencia es pacífica; y su ambiente refleja el nombre de su fundador.

Los fundadores del pueblo, José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, en un principio, idealizados, son modelos de virtud y laboriosidad. En esto, se puede establecer otro paralelo bíblico, al designar a José Arcadio Buendía como el patriarca juvenil y a la laboriosa de Úrsula , compañera de su marido.

Sin embargo, Macondo, como la mayoría de las sociedades “ideales”, está destinada a desaparecer. Este proceso es inevitable, porque el conflicto y el dualismo existen incluso en el Paraíso. Melquíades le ofrece a José Arcadio Buendía la fruta de su Árbol de la Sabiduría, y el patriarca pierde, fácilmente, su inocencia. Una vez imbuido en el camino del conocimiento, pierde y olvida el interés por gobernar y vivir; entonces, los modelos se invierten y Úrsula, suave y sutilmente, pasa a fortalecer un matriarcado ante la inutilidad del marido.

Los mitos cosmogónicos son prehistóricos. Los mitos “históricos”, una vez perdida la inocencia primordial, describe, lo que sucede a los dioses y a los súper héroes. En esta novela no hay dioses: por ello, se describen las hazañas de sus héroes, por ejemplo, la del Coronel Aureliano Buendía.

Uno de los esquemas en que se basa la acción del relato, tiene estrecha relación (aunque no un rígido paralelismo) con el desarrollo del génesis bíblico a partir de la historia de Abraham: los casamientos sucesivos, la doble descendencia (por un lado de la esposa; por el otro, de la concubina), la aceptación e incorporación de todos los hijos (que a nivel bíblico, se interpreta como asimilación de los demás pueblos), la elección de un hijo como continuador, la presentación de gemelos, la recurrencia de hermanos incestuosos, la repetición de ciclos, etc.

José Arcadio Buendía es, sin duda, el hombre de la Alianza; así, lo indica la sacralidad de sus gestos, su íntima religación con el simbolismo de la casa (como núcleo interior al espacio sagrado de la colectividad) y de árbol al que es atado y al cual se liga su figura y luego su espectro. El árbol, concebido en muchas versiones míticas como eje del mundo, es un símbolo múltiple que señala la presencia de un centro, pero, a la vez, señala la preeminencia de la verticalidad y se transforma en símbolo iniciático al erigirse en una escala que comunica todos los niveles: Infierno, Tierra y Cielo.

El árbol como Falo, (símbolo de la virilidad y la acción creadora del hombre), liga a José Arcadio Buendía con los mitos arcaicos y clásicos. José Acadio Buendía es, además, el hombre natural, el héroe civilizador, el iniciador, el patriarca que lleva el pueblo a la Tierra Prometida; pero, es, también, el iniciador de los Nuevos Tiempos, el que muere atado a un árbol, que pasa, así, a ser equivalente simbólico de la cruz: “(...)La cruz es el árbol de la vida(...)”(Eliade,1983,p30).[1]
José Arcadio Buendía, en cuanto a Cristo, funda también una familia, cuya estirpe se prolonga a lo largo de un tiempo determinado y cuya perduración es combatida, a veces, desde afuera, a veces, desde adentro de su propia casa. Muchos son los símbolos e indicios que acompañan la figura de José Arcadio Buendía para señalarlo, metafóricamente, como Cristo.

José Arcadio entra en el delirio aparente de querer aplicar los principios del péndulo a todo lo que fuera útil, puesto en movimiento. El simbolismo del péndulo, como de la cruz, tiene referencia al equilibrio y la justicia. El delirio de Cristo y José Arcadio es la justicia y el sufrir el rechazo y la incomprensión de sus pares, que lo conduce a ser atado al castaño (el castaño, como la encina, es el árbol sagrado de los antiguos); es decir, conducido a su crucifixión que tiene lugar dentro y fuera del tiempo. “(...)Lo dejaron hablando en lengua extraña(...)”(p.110) Se alude a la extrañeza del “lenguaje” de Cristo, llevado más que todo, a la incomprensión que sufría por parte de los demás.

Gabriel García Márquez sólo puede presentar al Cristo histórico en la imagen de un loco incomprendido. Otra instancia referida a la persona histórica y mítica de Cristo es la muerte de José Arcadio Buendía; ésta alude al sacrificio de Jesús a través de la imagen de “una llovizna de flores amarillas”, símbolo de salvación, que cae sobre el pueblo. Asimismo, se alude a la llegada de un indio, Cataure, que viene al “sepelio del rey” expresando así a Cristo - a José Arcadio Buendía- a través de una imagen alquímica.

Todos los personajes que pertenecen al Clan Buen día se dibujan, de un modo u otro, sobre el arquetipo del fundador, al que se le puede adjudicar los valores de Abraham y Cristo (Antigua y nueva alianza del pueblo elegido con Dios) y así - como leemos en el génesis - la Alianza de Abraham con Yahvé se renueva en su hijo Isaac quien pasa a ser depositario del pacto sagrado de la conducción de su pueblo- Aureliano repite las características paternas aunque con otra modulación temperamental, que lo conducirá a la acción y la guerra.
[1] Ibídem (10)

Lectura revela inteligencia

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Hay una relación entre los libros que leo y mi inteligencia?

Jeje… parece que sí…

Por lo menos, según el más reciente proyecto del Virgil Griffith, estudiante del California Institute of Technology.

El proyecto tomó datos de los libros más populares de ciertas Universidades (de datos provenientes de Facebook) y las calificaciones promedio en los SAT (prueba estandarizada para entrar a la Universidad) de sus estudiantes.

El resultado, una bonita gráfica y un ranking que muestra los libros que lee la gente según su puntaje en la prueba.



Aparentemente los inteligentes leen Cien Años de Soledad y los brutos...

Sabidurías

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"El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo"
(El Otoño del Patriarca)


"Así somos, y nada podrá redimirnos, dijo. Un continente concebido por las heces del mundo entero sin un instante de amor: hijos de raptos, de violaciones, de tratos infames, de engaños, de enemigos con enemigos."


"Conviértete en una mejor persona y asegúrate de saber quién eres antes de conocer a alguien más y esperar que esa persona sepa quién eres."

"Creo que las mujeres sostienen el mundo en vilo, para que no se desbarate mientras los hombres tratan de empujar la historia. Al final, uno se pregunta cuál de las dos cosas será la menos sensata."

"El amor es tan importante como la comida. Pero no alimenta."

"El amor se hace más grande y noble en la calamidad."

"El amor es un sentimiento contranatura que une a dos desconocidos en una relación mezquina e insalubre, cuanto más intensa, tanto más efímera."

Del amor y otros demonios

"El día que me sienta mal no me pongo en manos de nadie. Me boto yo mismo en el cajón de la basura."
"El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar."
"El periodismo es el mejor oficio del mundo"
"El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno."
"El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad."
"En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres y en las cuales se orientan mejor con menos luces."
"Estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie."
"...Es verdad -suspiró el Coronel-, la vida es la cosa mejor que se ha inventado..."

"No llores porque ya se terminó, sonríe porque sucedió."
"No pases el tiempo con alguien que no esté dispuesto a pasarlo contigo."
"-No sea ingenuo coronel -dijo el médico -Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mesías."
"No se sentía mejor, por supuesto, pero tampoco peor."
"No te esfuerces tanto, las mejores cosas suceden cuando menos te las esperas."
"Nunca dejes de sonreír, ni siquiera cuando estés triste por que nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa."
"Nunca releo mis libros, porque me da miedo."
"...y tragó una saliva espesa y salada de lágrimas..."


El Coronel no tiene quién le escriba

"Hasta Dios se va de vacaciones en agosto."
"Hay que ser infiel, pero nunca desleal."
"La diabetes es demasiado lenta para acabar con los ricos."
"-La ilusión no se come -dijo ella -No se come, pero alimenta -replicó el coronel."
"La ingratitud humana no tiene límites."
"La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado."
"La palabra mestizaje significa mezclar las lágrimas con la sangre que corre. ¿Qué puede esperarse de semejante brebaje?."
"La peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás tener."
"La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada."
"La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla"
"La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir."
"Lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir no cuando es no."
"Lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras."
"La pobreza es el mejor remedio para la diabetes."
"Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez."
"Lo único que me duele de morir, es que no sea de amor".
"Lo único que llega con seguridad es la muerte."
"Me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como que no existe."
"Nada en este mundo debe ser más tremendo que los escombros de un hombre."
"Ningún lugar en la vida es más triste que una cama vacía."
"Ninguna persona merece tus lagrimas, y quien se las merezca no te hará llorar."
"No, el éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible."
"No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad."

La mala hora

"Para los europeos América del Sur en un hombre de bigotes, con una guitarra y con un revólver."
"Puedes ser solamente una persona para el mundo, pero para alguna persona tú eres el mundo."
"Quizás Dios quiera que conozcas mucha gente equivocada antes de que conozcas a la persona adecuada, para que cuando al fin la conozcas, sepas estar agradecido."
"Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería."
"Siempre habrá gente que te lastime, así que lo que tienes que hacer es seguir confiando, y solo ser más cuidadoso en quién confías dos veces."
"Solo porque alguien no te ame como tú quieras, no significa que no te ame con todo su ser."
"Tratándose de un presidente, las peores ignominias pueden ser las dos cosas al mismo tiempo: verdad y mentira."
"Tengo miedo de tener miedo."
"Te quiero no por quién eres, sino por quién soy cuando estoy contigo."
"Todo lo que sucede, sucede por una razón."
"Un verdadero amigo es quien te toma de la mano y te toca el corazón"
"Yo creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos permita compartir la tierra."
"Yo sí creo que Dios existe —dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes."
"No creo en Dios, pero le tengo miedo"

El amor en los tiempos del cólera

"Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?" -le preguntó. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches: "Toda la vida" - dijo. (última frase del libro)
Últimas palabras del doctor Juvenal Urbino, quien deja a la muerte aguardando, hasta ver al motivo de su último aliento y le dice: ..."Sólo Dios sabe cuánto te quise".
"Cien años de soledad no es más que un vallenato de 350 páginas."
"No le dijo a nadie que se iba, no se despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le reveló a la madre el secreto de su pasión reprimida, pero a la víspera del viaje cometió a conciencia una locura última del corazón que bien pudo costarle la vida. Se puso a la medianoche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases empezaron a ladrar los perros de la calle, y luego los de la ciudad, pero después se fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un silencio sobrenatural. El balcón no se abrió, ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el sereno que casi siempre acudía con su candil tratando de medrar con las migajas de las serenatas. El acto fue un conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el violín en el estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años con la disposición irrevocable de no volver jamás".

Gabolandia

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A la entrada de un restaurante, hay un cartel que lleva una frase de Gabriel García Márquez: “Por fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere”.

Uno viaja con la precaución de no mezclar ficciones y realidades, pero basta llegar a este municipio bordeado por cuatro ríos en el departamento de Magdalena, en el Caribe colombiano, para olvidarse de aquellas certezas y ya no poder distinguir lo que es un pueblo llamado Aracataca, donde nació el escritor Gabriel García Márquez, de otro absolutamente literario, famoso en todo el mundo como Macondo, donde se crió el realismo mágico.


Hay quienes viajan a Macondo y llegan a Aracataca, hay quienes hacen el viaje inverso, pero da igual. De todas maneras, la realidad y las historias nacieron ya mezcladas en las voces y las bocas de mujeres y hombres que poblaron este caserío indio, donde la naturaleza poseía dones que en otros lados no (ellos no lo sabían) y que por eso no había nada de extraordinario que alguien levitara o que llueva hasta perderse la noción del tiempo… o que millones de mariposas amarillas cubran el cielo.

(…) Los niños hablan de Gabriel García Márquez como de un tío-abuelo, ahora estrella de televisión o presidente de la República. Un señor demasiado importante, pero cercano. Lo llaman Gabo, Gabito. Los más grandes, lo llaman Maestroypremionobelgabrielgarcíamárquez, así de un tirón. De todas maneras, una leyenda total, infinita. Han leído sus cuentos, sus novelas más flacas. Van a leer todos sus libros, al menos mientras vayan a la escuela. Gabolectura, una iniciativa que estimula la lectura en niños y mayores, lleva años realizándose con el fin de promover el conocimiento de la obra y “predicar con el ejemplo”. “Si él, que nació aquí, hizo todo lo que hizo, por qué estos niños no” dice Aura Ballesteros, la maestra. Al lado del bolillero con las preguntas, una niña recita de memoria fragmentos del cuento “Eva está dentro de su gato”. ¿Cómo se llamaba la abuela del Maestroypremionobelgabrielgarcíamárquez? ¡Tranquilina Iguarán! ¿Qué libro publicó Gabito en 1955? ¡La Hojarasca! ¿Cómo se llama el personaje que come tierra en Cien años de soledad? ¡Rebeca!

(…) En Aracataca todos se sienten campeón del mundo, campeón de algo. Un hombre nacido aquí llevó a Colombia al Olimpo. Ese orgullo los mueve como una fuerza centrípeta. Quien escribe, escribe cuentos a Gabito, quien dibuja, dibuja retratos de Gabito. Aracataca es un pueblo de y para el mito García Márquez y el de su literatura. El monumento a personajes de novelas habla de eso. Una escultura en la calle de los Almendros recuerda a Remedios, la bella, la mujer que trastornaba a los hombres en Cien años de soledad, y que acabó elevándose de entre las sábanas. Los pequeños autobuses de la zona se reparten entre las líneas Nobel y Transmacondo. En pocas calles podemos encontrar el billar La Hojarasca, la gomería El Nobel y la clínica Macon-salud. La biblioteca se llama Remedios, la bella. El bus escolar –amarillo- lleva su foto; las escuelas, su nombre. Y el recién inaugurado restaurante Macondo, el del cartel, ofrece en su menú “carne en salsa de mariposas amarillas”, “café al gusto de Melquíades” y “postres de dulce de icaco con lágrimas de Amaranta”.

100 Años de Soledad a clave policiaca en Neza

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"Se suma a las más de 40 versiones de la novela del escritor colombiano"

Prosigue iniciativa de fomento a la lectura para mejorar la formación integral de diversos agrupamientos de ese órgano, incluido el personal de protección civil
Esperan concretar la Biblioteca Policial en 2008

“Muchos alfas posteriores, frente al grupo que hace 44, el coronel Aureliano Buendía hacia 60 de una tarde remota en que su progenitor le 26 al 62 el hielo. Macondo era un 22 habitacional de veinte 94 de barro y caña 9 construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que hacia 26 por 22 de rocas pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas eran 56 de 62, y para 57 había que ponerles el dedo. Todos los alfas, el final del primer trimestre, una familia de gitanos indigentes ponía su 94 cerca del 22 habitacional, y con fuerte 9 de equipo sonoro daban 62 nuevos inventos.”
Así es como se lee el comienzo de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, traducida a clave policiaca.

El trabajo fue realizado por un grupo de policías pertenecientes a la Dirección de Seguridad Pública Municipal de ciudad Nezahualcóyotl, como parte de las actividades del programa Literatura siempre alerta, que tiene como propósito el fomento a la lectura entre los elementos policiacos de esa demarcación, y con ello mejorar de manera integral su formación.

La idea es traducir a clave policiaca el mayor número de fragmentos de la novela del premio Nobel colombiano García Márquez, los cuales se sumarían a las más de 40 traducciones que se han hecho en otros idiomas.

Hace dos años fue El Quijote

El programa Literatura siempre alerta, creado en abril de 2005, integra a la mayoría de los mil 700 elementos de seguridad pública del municipio de Nezahualcóyotl. Divididos en 31 grupos, quincenalmente asisten a talleres de redacción, ortografía, lectura y análisis de textos literarios.
Entre las actividades que se han llevado a cabo, hace dos años otro grupo de policías se dio a la tarea de traducir a clave policiaca algunas partes de El Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Asimismo se han editado dos antologías: Literatura siempre alerta y Arta palabra, la primera con cuentos policiacos escritos por reconocidos autores, y la segunda de poesía, volúmenes que se distribuyen gratis entre los uniformados.

El año pasado, aprovechando el furor futbolero, se organizó el torneo El Mundial de Futbol, Literatura y Policía: Neza 2006 (La Jornada, 10/5/06).

El proyecto de la Biblioteca Policial “se espera que en 2008 se concretice. Por el momento se tienen más de 300 títulos”.

Hace dos meses se lanzó una convocatoria para seleccionar y publicar algunos textos escritos por los policías, con los que se conformaría el volumen Parte de novedades, número dos.
Dicha iniciativa de fomento a la lectura entre los uniformados, ha sido reconocida por autoridades locales e internacionales.

“Entre los interesados en poner en práctica dicho programa figuran Venezuela y Argentina. Aquí se encuentran el municipio de Ecatepec y las autoridades del Distrito Federal lo han puesto en marcha con el nombre Letras en guardia”, comentó Eric López Padilla, coordinador del programa, al término del acto efectuado el auditorio de la Universidad La Salle, campus Nezahualcóyotl, en el que se leyeron algunos fragmentos en clave policiaca de Cien años de soledad y se presentó la edición conmemorativa del volumen, editado por Alfaguara y la Asociación de Academias de la Lengua Española.

Participación de Benito Taibo

Con la asistencia del presidente municipal de Ciudad Nezahualcóyotl, Víctor Manuel Bautista; el director de seguridad pública, José Jorge Amador; y el rector de la Universidad La Salle, Raúl Valadez, entre otras autoridades, y antes de que el escritor Benito Taibo, mediante ciertas anécdotas personales, de manera amena exhortara a las decenas de uniformados presentes a leer no sólo por aprender, sino por placer o pasión, los policías, en voz de uno de ellos, pudieron conocer y disfrutar que:

“José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano, pero el gigante se la apartó. ‘Cinco reales más para tocarlo’, dijo. José Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio. Sin saber que decir, pagó otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia”

“José Aureliano Buendía, 56 de 62, 53 63 hacia el témpano, pero el 40 56. ‘Más 85 para 63’, dijo. José Arcadio Buendía 85, y 55 63 con el hielo, y 61 su mano por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al 63 del misterio. 56 62 que 57, dio más 85 para que sus hijos, 62 de la prodigiosa experiencia.”)

La Jornada(18 de diciembre de 2007)

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La novela detrás de La Novela

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por Gabriel García Márquez


A principios de agosto de 1966 Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de San Angel, en la Ciudad de México, para enviar a Buenos Aires los originales de Cien Años de Soledad. Era un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas en máquina a doble espacio y en papel ordinario, y dirigido al director literario de la editorial Sudamericana, Francisco (Paco) Porrúa. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales, y dijo:

—Son ochenta y dos pesos.

Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que llevaba en la cartera, y me enfrentó a la realidad:

—Sólo tenemos cincuenta y tres.

Tan acostumbrados estábamos a esos tropiezos cotidianos después de más de un año de penurias, que no pensamos demasiado la solución. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos a Buenos Aires sólo la mitad, sin preguntarnos siquiera cómo íbamos a conseguir la plata para mandar el resto. Eran las seis de la tarde del viernes y hasta el lunes no volvían a abrir el correo, así que teníamos todo el fin de semana para pensar.

"Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer".

Ya quedaban pocos amigos para exprimir y nuestras propiedades mejores dormían el sueño de los justos en el Monte de Piedad. Teníamos, por supuesto, la máquina portátil con que había escrito la novela en más de un año de seis horas diarias pero no podíamos empeñarla porque nos haría falta para comer. Después de un repaso profundo de la casa encontramos otras dos cosas apenas empeñables: el calentador de mi estudio que ya debía valer muy poco, y una batidora que Soledad Mendoza nos había regalado en Caracas cuando nos casamos. Teníamos también los anillos matrimoniales que sólo usamos para la boda, y que nunca nos habíamos atrevido a empeñar porque se creía de mal agüero. Esta vez, Mercedes decidió llevarlos de todos modos como reserva de emergencia.

El lunes a primera hora fuimos al Monte de Piedad más cercano, donde ya éramos clientes conocidos, y nos prestaron —sin los anillos— un poco más de lo que nos faltaba. Sólo cuando empacábamos en el correo el resto de la novela caímos en la cuenta de que la habíamos mandado al revés: las páginas finales antes que las del principio. Pero a Mercedes no le hizo gracia porque siempre ha desconfiado del destino.

—Lo único que falta ahora —dijo — es que la novela sea mala.

La frase fue la culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco más que nada. Salvo por La Mala Hora, que obtuvo el premio de tres mil dólares en el concurso de la Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.

Vivíamos en una casa de clase media en las lomas de San Angel Inn, propiedad del oficial mayor de la alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres, tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido coordinador general de las revistas Sucesos y La Familia, donde cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro, una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de Morir, el primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas ocasionales —textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de canciones— que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo cuentos y novelas.

"Lo único que falta ahora —dijo Mercedes— es que la novela sea mala".

Sin embargo, desde hacía tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma, tan intenso y arrasador, que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:

—Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.

No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Desde entonces no me interrumpí un solo día en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.

En los primeros meses conservé mis mejores ingresos, pero cada vez me faltaba más tiempo para escribir tanto como quería. Llegué a trabajar de noche hasta muy tarde para cumplir con mis compromisos pendientes, hasta que la vida se me volvió imposible. Poco a poco fui abandonando todo hasta que la realidad insobornable me obligó a escoger sin rodeos entre escribir o morir.

No lo dudé, porque Mercedes —más que nunca— se hizo cargo de todo cuando acabamos de fatigar a los amigos. Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina. Desde los primeras angustias habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés, hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestra primera incursión al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto de la sección las examinó con un rigor de cirujano, pesó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas de un collar, los rubíes de las sortijas, y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero:

—¡Esto es puro vidrio!

Nunca tuvimos humor ni tiempo para averiguar cuándo fue que las piedras preciosas originales fueron sustituidas por culos de botellas, porque el toro negro de la miseria nos embestía por todos lados. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir. Tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana. Esta era quizás una de mis razones para no usar papel carbón.

Problemas simples como ese llegaron a ser tan apremiantes que no tuvimos ánimos para eludir la solución final: empeñar el automóvil recién comprado, sin sospechar que el remedio sería más grave que la enfermedad, porque aliviamos las deudas atrasadas, pero a la hora de pagar los intereses mensuales nos quedamos colgados del abismo. Por fortuna, nuestro amigo Carlos Medina, de vieja y buena data, se empeñó en pagarlos por nosotros, y no sólo los de un mes sino de varios más, hasta que logramos rescatar el automóvil. Hace sólo unos años supimos que también él había tenido que empeñar uno de los suyos para pagar los intereses del nuestro.

"Mercedes se gastaba medio presupuesto doméstico en pirámides de resmas de papel que no duraban la semana".

Los mejores amigos se turnaban en grupos para visitarnos cada noche. Aparecían como por azar, y con pretextos de revistas y libros nos llevaban canastas de mercado que parecían casuales. Carmen y Alvaro Mutis, los más asiduos, me daban cuerda para que les contara el capítulo en curso de la novela. Yo me las arreglaba para inventarles versiones de emergencia, por mi superstición de que contar lo que estaba escribiendo espantaba a los duendes.

Carlos Fuentes, a pesar de su terror de volar en aquellos años, iba y venía por medio mundo. Sus regresos eran una fiesta perpetua para conversar de nuestros libros en curso como si fueran uno solo. María Luisa Elío, con sus vértigos clarividentes, y Jomi García Ascot, su esposo, paralizado por su estupor poético, escuchaban mis relatos improvisados como señales cifradas de la Divina Providencia. Así que nunca tuve dudas, desde sus primeras visitas, para dedicarles el libro. Además, muy pronto me di cuenta de que las reacciones y el entusiasmo de todos me iluminaban los desfiladeros de mi novela real.

Mercedes no volvió a hablarme de sus martingalas de créditos, hasta marzo de 1966 —un año después de empezado el libro— cuando debíamos tres meses de alquiler. Estaba hablando por teléfono con el dueño de la casa, como lo hacía con frecuencia para alentarlo en sus esperas, y de pronto tapó la bocina con la mano para preguntarme cuándo esperaba terminar el libro.

Por el ritmo que había adquirido en un año de práctica calculé que me faltaban seis meses. Mercedes hizo entonces sus cuentas astrales, y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor de la voz:

—Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses.

—Perdone, señora, —le dijo el propietario asombrado—. ¿Se da cuenta que entonces será una suma enorme?

—Me doy cuenta —dijo Mercedes, impasible— pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo.

Al buen licenciado, uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: "Muy bien, señora, con su palabra me basta". Y sacó sus cuentas mortales:

—La espero el siete de septiembre.

Se equivocó: no fue el siete sino el cuatro, con el primer cheque inesperado que recibimos por los derechos de la primera edición.

Los meses restantes los vivimos en pleno delirio. El grupo de mis amigos más cercanos, que conocían bien la situación, nos visitaban con más frecuencia que antes, siempre cargados de milagros para seguir viviendo. Luis Alcoriza y su esposa austriaca, Janet Riesenfeld Dunning, no eran visitadores frecuentes, pero armaban en su casa pachangas históricas, con sus amigos sabios y las muchachas más bellas del cine. Muchas veces eran pretextos simples para vernos. Él era el único español que podía hacer fuera de España una tortilla igual a las de Valencia, y ella era capaz de mantenernos en vilo con sus artes de bailarina clásica. Los García Riera, locos del cine, nos arrastraban a su casa en la noche de los domingos y nos infundían la demencia feliz para afrontar la semana siguiente.

"No usaba papel carbón y no existían fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas".

La novela estaba entonces tan avanzada que me daba el lujo de seguir enriqueciendo el argumento falso que improvisaba en las visitas de los amigos. Muchas veces escuché recitados por otros a los que nunca se los había contado, y me sorprendía de la velocidad con que crecían y se ramificaban de boca en boca.

A fines de agosto, de un día para otro, se me apareció a la vuelta de una esquina el final de la novela. No usaba papel carbón y no existían las fotocopiadoras de la esquina, de modo que era un solo original de unas dos mil cuartillas. Fue un manjar de dioses para Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, una de las buenas mecanógrafas de Manuel Barbachano Ponce en su castillo de Drácula para poetas y cineastas en la colonia Cuauhtémoc. En sus horas libres de varios años, Pera había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos. Entre ellas, La región más transparente de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de las películas de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final de la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones. Pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. No sólo aceptó el borrador por la curiosidad de leerlo, sino también que le pagara enseguida lo que pudiera, y el resto cuando me pagaran los primeros derechos de autor.

"Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle".

Pera copiaba un capítulo semanal mientras yo corregía el siguiente con toda clase de enmiendas, con tintas de distintos colores para evitar confusiones, y no por el propósito simple de hacerla más corta, sino de llevarla a su mayor grado de densidad. Hasta el punto de que quedó reducida casi a la mitad del original.

Años después, Pera me confesó que cuando llevaba a su casa la única copia del tercer capítulo corregido por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial, y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa con una plancha de ropa.
Mi mayor emoción de esos días fue un sábado en que no tuve listas las correcciones del siguiente capítulo, y llamé a Pera para decirle que se lo llevaba el lunes. Al cabo de un largo titubeo se atrevió a preguntarme si Aureliano Buendía se acostaría al fin con Remedios Moscote. Cuando le contesté que sí, soltó un suspiro de alivio.
—Bendito sea Dios —exclamó— si no me lo hubiera dicho no habría podido dormir hasta el lunes.

Nunca he sabido cómo fue que en esos días recibí una carta intempestiva de Paco Porrúa, -—de quien nunca había oído hablar— en la que me solicitaba para la Editorial Sudamericana los derechos de mis libros, que conocía muy bien en sus primeras ediciones. Se me partió el corazón, porque todos estaban en distintas editoriales con contratos a largo plazo, y no sería fácil liberarlos. El único consuelo que se me ocurrió fue contestarle a Paco que estaba a punto de terminar una novela muy larga y sin compromisos, de la que en pocos días podía enviarle la primera copia terminada.

"Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias".

Paco Porrúa lo aceptó por telegrama, y a vuelta de correo me mandó un cheque de quinientos dólares como anticipo. Justo para los nueve meses de alquiler que nos habíamos comprometido a pagar por esos días, y no encontrábamos cómo, por un mal cálculo mío para terminar la novela.

De todos modos, la limpia transcripción de Pera con tres copias en papel carbón estuvo lista en dos o tres semanas más. Alvaro Mutis fue el primer lector de la copia definitiva, aun antes de mandarla a la imprenta. Desapareció dos días, y al tercero me llamó con una de sus furias cordiales, al descubrir que mi novela no era en realidad la que yo contaba para entretener a los amigos, y que él repetía encantado a los suyos.

—¡Usted me ha hecho quedar como un trapo, carajo! —me gritó—. Este libro no tiene nada que ver con el que nos contaba.

Luego, muerto de risa, me dijo:

—Menos mal que este es mucho mejor.

No recuerdo si entonces tenía el título de la novela, ni dónde ni cuándo ni cómo se me ocurrió. Ninguno de los amigos de entonces ha podido precisarlo. ¿Habrá algún historiador imaginativo que me hiciera el favor de inventar este dato?

La copia que leyó Alvaro Mutis fue la que mandamos en dos partes por correo, y otra fue el respaldo que él mismo llevó poco después en uno de sus viajes a Buenos Aires. La tercera circuló en México entre los amigos que nos acompañaron en las duras. La cuarta fue la que mandé a Barranquilla para que la leyeran tres protagonistas entrañables de la novela: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Alvaro Cepeda, cuya hija Patricia la guarda todavía como un tesoro.

Cuando recibimos el primer ejemplar del libro impreso, en junio de 1967, Mercedes y yo rompimos el original acribillado que Pera utilizó para las copias. No se nos ocurrió pensar ni mucho menos que podía ser el más apreciable de todos, con el capítulo tercero apenas legible por la lluvia y por los hierros de aplanchar. Mi decisión no fue nada inocente ni modesta, sino que rompimos la copia para que nadie pudiera descubrir los trucos de mi carpintería secreta. Sin embargo, en alguna parte del mundo puede haber otras copias, y en especial las dos enviadas a la Editorial Sudamericana para la primera edición. Siempre pensé que Paco Porrúa —con todo su derecho— las había guardado como reliquia. Pero él lo ha negado, y su palabra es de oro.

"¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!" Alcoriza.

Cuando la editorial me mandó la primera copia de las pruebas de imprenta, las llevé ya corregidas a una fiesta en casa de los Alcoriza, sobre todo para la curiosidad insaciable del invitado de honor, don Luis Buñuel, que tejió toda clase de especulaciones magistrales sobre el arte de corregir, no para mejorar, sino para esconder. Vi a Alcoriza tan fascinado por la conversación, que tomé la buena determinación de dedicarle las pruebas: Para Luis y Janet, una dedicatoria repetida pero que es la única verdadera: "del amigo que más los quiere en este mundo". Junto a la firma escribí la fecha: l967. La mención sobre la firma repetida, y las comillas en la frase final, se debían a una dedicatoria anterior que había firmado en un libro para los Alcoriza. Veintiocho años después, cuando Cien Años de Soledad había hecho su carrera, alguien recordó aquel episodio en la misma casa, y opinó que las pruebas con la dedicatoria valían una fortuna. Janet las sacó de su baúl y las exhibió en la sala, hasta que le hicieron la broma de que con eso podían salir de pobres. Alcoriza hizo entonces una escena muy suya, dándose golpes con ambos puños en el pecho, y gritando con su vozarrón bien impostado y su determinación carpetovetónica:

—¡Pues yo prefiero morirme antes que vender esta joya dedicada por un amigo!

Entre la justa ovación de todos, volví a sacar el mismo bolígrafo de la primera vez, que todavía conservaba, y escribí debajo de la dedicatoria de dieciocho años antes: Confirmado, 1985. Y volví a firmar como la primera vez: Gabo. Ese es el documento de 180 folios con 1.026 correcciones de mi puño y letra, que será puesto en pública subasta el 21 del septiembre de este año en la feria del libro de Barcelona, sin participación ni beneficio alguno de mi parte.

Que no haya dudas de que es una operación legítima. Lo que ha desconcertado a algunos es por qué las galeras originales estaban en mi poder, si debía haberlas devuelto a Buenos Aires para que introdujeran las correcciones finales en la primera edición. La verdad es que nunca las devolví corregidas de mi puño y letra, sino que mandé por correo la lista de las correcciones copiadas a máquina línea por línea, por temor de que el mamotreto se perdiera en la vuelta.

Luis Alcoriza murió en su ley en 1992, a los setenta y un años, en su retiro de Cuernavaca. Janet siguió allí, y murió seis años después, reducida a un pequeño núcleo de sus amigos fieles. Entre ellos el más fiel de todos, Héctor Delgado, que los había adoptado como padres y se ocupó de ellos en las vacas flacas de la vejez, más y mejor que si hubieran sido los verdaderos. Antes de morir, ellos lo nombraron su heredero legítimo por disposición testamentaria. Lo único que me parece injusto de esta historia a la vez inverosímil y memorable, es que Luis y Janet vivieran sus últimos años con cientos de miles de dólares guardados a salvo del tiempo y las polillas en el fondo del baúl, por la invencible dignidad ibérica de no vender el regalo del amigo que más los quiso en este mundo.

GARCIA MARQUEZ, Gabriel. "La novela detrás de la novela", Cambio, No. 6, julio 15-21, 2001, México, pp. 12-20

Viernes de Trova

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Todos los viernes a partir de las 9 de la noche

"Te doy una canción y hago un discurso
sobre mi derecho a hablar.
Te doy una canción con mis dos manos,
con las mismas de matar.
Te doy una canción y digo: “Patria”,
y sigo hablando para ti.
Te doy una canción como un disparo,
como un libro, una palabra, una guerrilla...
como doy el amor".


Silvio Rodríguez (1970)

Libro Club

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Macondo, geografía y novela

Publicado por Fredo

LA CIUDAD DE MACONDO DEL ESCRITOR COLOMBIANO GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.

Conrado Zuluaga nos descubre la fundación de “ese continente dentro de un continente” que es Macondo, ciudad imaginaria de la novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

1

Hace poco más de medio siglo, en 1950, el joven escritor colombiano Gabriel García Márquez, polemizaba desde su columna La Jirafa en el diario “El Heraldo” de Barranquilla, con otro escritor, el antioqueño Manuel Mejía Vallejo, a raíz de unas declaraciones de este último en donde sostenía que el problema principal de nuestra literatura consistía en su afán por querer parecerse a Joyce, a Kafka, a Faulkner. El futuro autor de la saga de los Buendía objetaba esa posición: El problema de la literatura colombiana —decía el joven columnista— es ese que no se parece a Joyce, a Kafka, a Faulkner. Y —concluía— le faltó imperdonablemente Virginia Woolf.

Unos años más tarde, pocos meses después de haber hecho su aparición Cien años de soledad en la ciudad de Buenos Aires, tuvo lugar en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de San Marcos en Lima una animada y desprevenida conversación entre Mario Vargas Llosa, en ese entonces ya un conocido escritor después de la aparición de La ciudad y los perros, y Gabriel García Márquez, quien empezaba a ser consciente del tremendo impacto que estaba causando su novela en el ámbito de la lengua española. En medio del intercambio de opiniones entre los dos escritores, surgió el nombre de otro escritor, el del Premio Nobel de literatura William Faulkner. De inmediato, García Márquez expresó que ellos tenían claro que el método francés o el español no servían para reflejar la realidad latinoamericana, y que el encuentro con la obra de Faulkner había sido algo casi providencial, porque allí habían encontrado todos ellos —es decir, aquellos que empezaban a perfilarse como los más firmes y sólidos integrantes del ‘boom’— el método ideal, adecuadísimo, para reflejar nuestra realidad.

2

La lectura atenta de Cien años de soledad permite percibir con claridad que la narración, es decir, los personajes y los acontecimientos, van dibujando una geografía peculiar. Uno de los aspectos más evidentes consiste en el aislamiento físico que soporta Macondo. Esa condición de marginalidad, buscada en un comienzo por sus pobladores se convierte —con el devenir del relato— en su rasgo más característico, después en un lastre y, por último, en su condena y sentencia de muerte. En sus orígenes, la “aldea de veinte casas de barro y cañabrava” es el resultado de dos circunstancias específicas. Por un lado, la voluntad manifiesta de José Arcadio Buendía, después del duelo de honor en donde da muerte a Prudencio Aguilar, de marcharse del pueblo en donde vive agobiado por la conciencia (las repetidas apariciones del espectro del muerto hasta en la alcoba de su casa): “—Está bien, Prudencio —le dijo—. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.” Se trata, pues, de un viaje hacia el olvido. Un viaje que tiene la pretensión no de borrar la culpa, sino de extirpar el pasado.

Es así como José Arcadio Buendía emprende la travesía de la sierra, “hacia la tierra que nadie les había prometido”, en compañía de algunos de sus amigos contagiados por la perspectiva de la aventura. Dos años después fueron los primeros mortales que vieron el otro lado del mundo: la vertiente occidental de la sierra. Entonces acamparon a la orilla de un río y esa noche José Arcadio Buendía soñó “que en aquel lugar —dice la novela— se levantaba una ciudad ruidosa con paredes de espejo. Preguntó que ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo”. Este es el segundo aspecto. Macondo es el resultado de un sueño, de una revelación. Se podría, sin temor a equivocarse, equipararlo a un mandato bíblico.

Este aislamiento, esta condición de marginalidad, se hace más evidente aún cuando José Arcadio alcanza a imaginar, debido a las reiteradas visitas de los gitanos, que “En el mundo están ocurriendo cosas increíbles” y que es necesario poner a Macondo en contacto con los grandes inventos. Este nuevo éxodo se enfrenta al desconocimiento que tenían de la geografía de la región, aunque el texto mismo se encarga de señalarle al lector que José Arcadio sabía que al oriente estaba la sierra y que esa ruta “no le interesaba, porque sólo podía conducirlo al pasado”, que al sur estaban los pantanos y el “vasto universo de la ciénaga grande” y que, por último, la ciénaga se confundía al occidente “con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales”, de suerte que la única posibilidad de poner a Macondo en contacto con la civilización era la ruta del norte y hacia allí encamina sus pasos. Unas semanas más tarde, agobiados por la travesía encontraron un galeón español que “parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y olvido, vedado a los vicios del tiempo”, y al cabo de doce kilómetros más y cuatro días de viaje, sus propósitos se derrumbaron ante un mar de ceniza: “—¡Carajo! —gritó. Macondo está rodeado de agua por todas partes.”

De este modo empieza a gestarse un mito, no inventado sino vivido, a partir de la idea de un Macondo peninsular como resultado del mapa arbitrario realizado por José Arcadio Buendía: “‘Nunca llegaremos a ninguna parte’, se lamentaba ante Úrsula. ‘Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia’.”

Esta circunstancia originaria está amortiguada por una serie de elementos que presentan la aldea como un paraíso: todas las casas recibían la misma cantidad de calor, todos sus habitantes tenían que hacer el mismo esfuerzo para recolectar agua, estaban prohibidos los gallos de pelea y los restantes animales vivían en comunidad pacífica, nadie era mayor de treinta años y nadie había muerto. Ni siquiera tenían cementerio. Macondo era entonces un pueblo feliz, con sus casas ordenadas y sus gentes laboriosas, “a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Pero el mito no inventado sino vivido se renueva a cada día, en su curso circular. Los habitantes de Macondo, con José Arcadio Buendía a la cabeza, se empeñan en diversas ocasiones por encontrar una vía, una ruta, una condición, que los vincule con el mundo exterior. Esfuerzos que siempre son invalidados por las circunstancias geográficas, como en el episodio anterior, o humanas, como se podrá apreciar más adelante. La paradoja estriba en que esos empeños sólo logran cristalizar cuando José Arcadio Buendía y la comunidad renuncian a sus propósitos, como si estuvieran atados a un travieso destino que les impide ser dueños de sí mismos. Pero eso no basta, el mito parece aplicar otra vuelta de tuerca a la desventurada aldea de trescientos habitantes: el mundo exterior irrumpe de manera esporádica en Macondo y en cada ocasión que lo hace, son más las desgracias y calamidades, las desventuras y nostalgias que se precipitan sobre el pueblo. Así ocurre con los gitanos, con los comerciantes, con la política, con las guerras civiles, con el tren, con la compañía bananera, con el diluvio, con todo.

Esta infeliz circunstancia es patente en cada uno de los momentos atrás apenas enunciados. Los gitanos, por ejemplo, que parecían heraldos del progreso, llevaron el imán (que servía para desenterrar cachivaches pero inútil para encontrar el oro de la tierra), la lupa (que acortaba las distancias, inservible como arma solar), el hielo (como el gran invento de esos tiempos, que tampoco contribuyó a hacer más fresco el mediodía ardiente de la aldea) y el astrolabio, la brújula y el sextante, que le permiten a José Arcadio hacer ciencia, aunque para todos los habitantes de Macondo parece ser más un asunto de magia: “Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento: —‘La tierra es redonda como una naranja’—. Úrsula perdió la paciencia. ‘Si has de volverte loco, vuélvete tú solo’, gritó. ‘Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano’.”

Algo similar puede decirse de los comerciantes quienes llegan gracias al empeño de Úrsula cuando marcha tras los gitanos en busca de su hijo que huye de Pilar Ternera. Úrsula no alcanza a los gitanos, pero encuentra la ruta del comercio: “...hombres y mujeres como ellos, ...que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana”.

La esmirriada aldea de entonces se transforma en un pueblo activo lleno de tiendas y talleres de artesanía, al tiempo que dispone de una ruta permanente de comercio. Los cambios, es decir, el reemplazo del trabajo de la tierra (pastores) por la artesanía y el comercio, conducen incluso a que Úrsula inicie un prometedor y halagüeño negocio de animalitos de caramelo. Pero es a través de los gallitos verdes y los pececitos rosados y los tiernos caballitos amarillos que la enfermedad del insomnio se propaga por toda la aldea. Otro aspecto que agudiza aún más el sentido trágico de los habitantes de Macondo estriba en que la peste del insomnio procede de los orígenes, es decir, de esa ruta que a José Arcadio Buendía no le interesó porque lo conducía al pasado, pues son Visitación y su hermano —los indios guajiros que le ayudan a Úrsula en los quehaceres domésticos— y Rebeca, la recién llegada que nadie recuerda pero que hace parte de la familia, los portadores de la enfermedad.

Como es bien sabido, la manifestación más crítica de la enfermedad no radica en la imposibilidad de dormir, sino en la pérdida de la memoria, en la incapacidad para memorizar los objetos y su uso, así como los sentimientos: “... cuando el enfermo empezaba a acostumbrarse al estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aún la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado”. Este cruel destino obliga a colocar letreros a todo. De ahí el cartel que ponen a la entrada del pueblo con la leyenda de Macondo y el que colocan en la calle principal y que pregona que Dios existe. Lo que los atribulados habitantes del pueblo no podían prever era que se trataba de una realidad escurridiza, capturada fugazmente por las palabras, “pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”.

Y es Melquíades, quien regresó de la muerte porque no pudo soportar la soledad y “decide refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte”, el que libera a Macondo de la peste del insomnio. El pueblo recupera sus recuerdos y José Arcadio Buendía y el gitano renuevan su amistad.

Sin embargo, otra peste de índole muy diversa se cierne sobre Macondo y para esa no hay sabiduría milenaria que valga. Por la ruta permanente de comercio establecida años atrás, llegó un día don Apolinar Moscote, el corregidor, y su primer acto administrativo fue impartir la orden de pintar todas las casas de azul para conmemorar un nuevo aniversario de la república. Por una parte, hace su aparición abrupta un Estado que nunca antes se había interesado por ellos —”..no habían fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer”, replica José Arcadio—, y por otra, la intromisión de la politiquería, esa actividad humana que alcanza su máxima realización en la corrupción de los mejores, y constituye el refugio de la mentira y la trapacería.

Los habitantes de Macondo están a punto de hundirse, no en el tremedal del olvido sino en algo aún peor, en el lodazal sin límites de las guerras civiles: las confrontaciones militares, la devastación de los pueblos, el ejercicio omnímodo del poder, los ideales abstractos y las consignas que los políticos voltean al derecho y al revés, la traición de los luctuosos abogados que cambian los más caros propósitos por una representación en el parlamento y un cargo en el exterior, y la burla de más de medio siglo a la cual fueron sometidos los veteranos de guerra que se murieron de hambre esperando el correo. Ese es el escenario de las guerras civiles. El coronel Aureliano Buendía refleja a la perfección esa dramática situación, después de varios años de enfrentamientos inútiles: “...el coronel Aureliano Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería, donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover 32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.”

3

Las historias del tren y la compañía bananera están íntimamente asociadas al devenir del pueblo. La explotación del banano no es concebible sin un medio de transporte eficaz y barato que coloque en puerto las toneladas diarias que parten hacia los mercados internacionales. Y es ahí donde hace su aparición el tren, “El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios y calamidades y nostalgias había de llevar a Macondo”. El tren y la compañía bananera propician un cambio muchísimo mayor que el generado muchos años atrás cuando hicieron su arribo los comerciantes.

Con la compañía bananera y el ferrocarril llega, en primer término, la barahúnda de forasteros, el cine al que no volvieron los originarios habitantes de Macondo porque consideraron “que ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios”; la transformación del pueblo en un campamento de casas de madera con techos de zinc; la alteración del régimen de lluvias, el ciclo de las cosechas y el curso del río; el otro pueblo donde se instalaron los funcionarios de la compañía, “Los gringos, que después llevaron sus mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de rejas metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices. El sector estaba cercado con una malla metálica, como un gigantesco gallinero electrificado”. La transformación es tan radical que los habitantes de Macondo se levantaban todos los días a conocer su propio pueblo porque esos nuevos forasteros estaban dotados de “recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia”.

Una vez más son Macondo y sus habitantes quienes padecen las consecuencias catastróficas y cruentas de la avalancha. Primero el sometimiento del pueblo a la explotación y el saqueo desmedido, luego la masacre de los trabajadores a manos del ejército regular que llegó desde el interior del país para sofocar la huelga y, por último, el diluvio de cuatro años, once meses y dos días. Al final, la desvergonzada y cínica explicación oficial de que no hubo muertos y la compañía bananera nunca existió.

Con el estoicismo que siempre ha caracterizado a esta aldea, sus habitantes soportaron el asedio de la lluvia, y quienes fueron capaces de soportarlo se convirtieron en los únicos sobrevivientes en un pueblo que ya no creía en nada. Las irrupciones esporádicas del mundo exterior han generado demoledoras y cruentas secuelas. El ánimo emprendedor y entusiasta de sus habitantes ha desparecido por completo, la estirpe de los Buendía se desmorona a pedazos. Meme, que se atrevió a romper el vicioso círculo familiar y engendró un hijo con un menestral que trabajaba en la compañía, fue desterrada al olvido: “La última vez que Fernanda la vio, tratando de igualar el paso con el de la novicia, acababa de cerrarse detrás de ella el rastrillo de hierro de la clausura. Todavía pensaba en Mauricio Babilonia, en su olor de aceite y su ámbito de mariposas, y seguiría pensando en él todos los días de su vida, hasta la remota madrugada de otoño en que muriera de vejez, con sus nombres cambiados y sin haber dicho nunca una palabra, en un tenebroso hospital de Cracovia.” Otro tanto puede decirse de José Arcadio Segundo, que llegó a ser capataz de la compañía, estaba en la plaza del pueblo la noche en que los huelguistas fueron declarados cuadrilla de malhechores y sobrevivió a la masacre. Por órdenes de Fernanda no volvería a pisar la casa, mientras estuviera contagiado por la sarna de los forasteros.

4

Hay múltiples y muy específicas referencias a lo largo de la novela a la palabra escrita, desde las primeras instrucciones que Melquíades, de su propio puño y letra, le deja a José Arcadio Buendía para que pueda utilizar los instrumentos de navegación, hasta el momento crucial en que a Aureliano Babilonia se le revelan en los instantes finales las claves definitivas que poseían los manuscritos y ve “el epígrafe de los pergaminos perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres:...”.

El decreto, con el escudo de la república y su membrete, que da constancia del nombramiento de Apolinar Moscote como corregidor, es otra expresión de esa palabra escrita. Más adelante, el lector se encuentra con el descomunal esfuerzo de José Arcadio Buendía por combatir la peste del insomnio con la construcción de la máquina de la memoria: “El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para vivir”. Como el descubrimiento de que la tierra es redonda como una naranja, José Arcadio Buendía proyecta en esta ocasión la redacción de una enciclopedia ( èv, en; kúklos, círculo; paideia, instrucción).

Un poco después, Melquíades concentra toda su atención en las interpretaciones de las profecías de Nostradamus, mientras garrapatea papeles “con sus minúsculas manos de gorrión”. Es así como cree encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo: “Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la estirpe de los Buendía. ‘Es una equivocación’, tronó José Arcadio Buendía. ‘No serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo soñé, y siempre habrá un Buendía, por los siglos de los siglos’”. La presencia de la guerra conducirá a otras manifestaciones de la palabra escrita: las proclamas altisonantes, los telegramas urgentes, las sentencias de fusilamiento y los acuerdos de paz. Por su parte, José Arcadio Buendía amarrado al castaño soltará imprecaciones contra el mundo, llevará a cabo raciocinios sorprendentes, y reclamará la atención de los habitantes de la casa para que atiendan sus necesidades diarias más urgentes, en puro latín.

A lo largo de esos dilatados cien años hay otras referencias a la palabra escrita que no es posible pasar por alto. Cuando Aureliano Babilonia logra descifrar, después de sus estudios agotadores que los manuscritos se encuentran en sánscrito, Melquíades se aparece por última vez en el cuarto de platería y le indica a Aureliano que busque una gramática del sánscrito en la librería del callejón de muchachitas que se acostaban por hambre. En esa búsqueda que lo conduce a la librería del sabio catalán, Aureliano conocerá a cuatro muchachos despotricadores, Álvaro, Alfonso, Germán y Gabriel, sus únicos amigos en Macondo. Álvaro se encargará de demostrar, una noche de parranda, que la literatura es el mejor juguete que se han inventado para burlarse de la gente.

Unos años después, cuando el sabio catalán decide abandonar a Macondo y regresar a su aldea mediterránea, se desata en improperios cuando el funcionario del ferrocarril pretende que sus baúles con los libros sean tratados como bultos. El mundo habrá acabado de joderse, exclama desconcertado, cuando los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga.

Por último, hay dos circunstancias que inscriben a Cien años de soledad dentro de la mejor y más legítima tradición literaria. Por una parte, la novela que los lectores tienen entre sus manos no es otra cosa que los manuscritos de Melquíades descifrados. En repetidas ocasiones Melquíades aparece entregado a su escritura indescifrable, para exclamar al concluir, “He alcanzado la inmortalidad”. El momento culminante tiene lugar cuando un día el gitano lee a José Arcadio apartes que este último por supuesto no entendió y que recordará con toda nitidez frente al pelotón de fusilamiento. Muchos años después, Aureliano Babilonia descubrirá, al descifrar los manuscritos, que Melquíades le leyó a José Arcadio la profecía de su fusilamiento.

Las referencias literarias también se encuentran desperdigadas por todo el relato: José Arcadio, quien se fuga con los gitanos cuenta a su regreso a Macondo que vio en el Caribe el buque corsario de Víctor Hughes perdido para siempre el rumbo de la Guadalupe, en una clara referencia a El siglo de las luces. Unas páginas más adelante el lector se enterará de que entre los huelguistas figura Lorenzo Gavilán, combatiente de los ejércitos de Artemio Cruz, personaje de la novela de Carlos Fuentes. Por último, en las páginas finales del libro, Gabriel —que no es otro que el mismo autor— gana un concurso y viaja a París en donde se hospeda en el mismo hotel donde años después habría de morir Rocamadour, que como todos los lectores saben es el hijo de la Maga, en Rayuela.

Cien años de soledad es, pues, una síntesis de ficción y mimesis, de creación literaria y reflejo de la realidad, porque como las grandes obras de la literatura cumple a cabalidad con la sentencia de Mallarmé: el mundo existe para terminar convertido en un libro.

5

Una vuelta al principio trae como consecuencia una pregunta insoslayable. ¿En qué consiste el “método faulkneriano”? El escritor sureño se negó siempre a teorizar sobre literatura porque sostuvo en todo momento que él no era un profesional, sino sólo un granjero que contaba cuentos. Pero se pueden aventurar un par de ideas a partir de algunas opiniones expresadas por el autor. El célebre “método” tiene dos aspectos fundamentales. El primero consiste en la conciencia de que su propia realidad posee toda la dignidad suficiente para que se escriba sobre ella, es decir, la conciencia clara de que el mundo no termina en la periferia sino que es allí en donde empieza. Y la segunda, en la transposición poética de esa realidad circundante, en la elaboración mediante el artificio de la palabra de una atmósfera irrepetible, de un ritmo encantatorio que conduce al lector al centro mismo del prodigio.

A esa conclusión se puede llegar a partir de la entrevista que concedió William Faulkner a Malcom Cowley, uno de sus más sistemáticos estudiosos. Se trata de la misma ocasión en que pintó el mapa del condado de Yoknapatawpha y señaló los lugares de los principales acontecimientos de sus novelas y luego lo firmó con la leyenda “Único dueño y propietario: William Faulkner”. En esa misma ocasión, el escritor declaró: “Descubrí que mi región, mi porción de suelo natal, más pequeña en los mapas que una estampilla de correos, era digna de que se escribiera sobre ella, y mediante la sublimación de lo real en apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que Dios me dio y nunca viviría lo suficiente para agotarla”.

Por su parte, el escritor colombiano, quien descubrió a William Faulkner por allá en los comienzos de los años cincuenta y en la recepción del Premio Nobel se refirió a él como “mi maestro”, lo calificó en sus años de deslumbramiento como el más grande escritor del siglo XX por haber sido capaz de crear un continente dentro de otro continente.

A estas alturas, transcurridos casi cuarenta años desde la aparición de Cien años de soledad y después de convertirse en uno de los libros más traducidos y vendidos en el mundo entero, es fácil comprender —y aceptar incluso por los más reacios— que se trata de una de las mejores mayores en lengua española. Es menester terminar esta aproximación con las frases finales de la pastoral de desengaño que el sabio catalán, don Ramón Vinyes, envía a sus amigos en el último capítulo de la novela: “Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como dos espejos, perdió su maravilloso sentido de la realidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaran cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagaran en Horacio, y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.”

Conrado Zuluaga, 2004

100 Años de Soledad

Publicado por Fredo

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo".

Así comienza la célebre novela de Gabriel García Márquez (GGM) que vio la luz el 30 de mayo de 1967. A partir de ahí, se remonta al pasado para narrarnos con minuciosidad la historia de los Buendía a lo largo de un tumultuoso siglo, en el que los vemos nacer, aprender a vivir y a morir, se trata de una numerosa familia, formada por personajes muy diferentes entre sí, que a pesar de estar rodeados de gente, buscan su intimidad, su soledad, sin llegar a importar nadie.

En el desarrollo de la obra, se mezcla la realidad con la ficción y las cosas más disparatadas te pueden parecer las más normales del mundo, gracias a la naturalidad con que se expresan y la aceptación que tienen entre los personajes, lo que se ha llamado "realismo mágico".

Se trata de una obra que te engancha y hace que vivas con intensidad todos los avatares de la familia.

Los estudiosos la equiparan con la historia del hidalgo manchego. Tanto cuanto el Quijote, Cien Años de Soledad pertenece al grupo de obras literarias en las que infierno y paraíso, agua y aceite, maldiciones y bendiciones se funden en lo que somos y no somos. Historia de amor en la que "el realismo es mágico porque es real" (GGM).

Magia, amor, realidad. Fenómeno brutal y contradictorio, magia y realidad convierten el amor en "... melodía hija del mar y de la nube/ que asciende, gira, enlaza el cuerpo, lo encadena/ hasta asfixiarlo despiadadamente" (José Hierro).



"Por fortuna, Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere"

Cafe Macondo México DF