El Café

Publicado por Fredo jueves, 30 de abril de 2009

Alfonso Reyes y las delicias del café

Estos son algunos fragmentos de un texto de Alfonso Reyes, en cuya lectura podemos adentrarnos a la ritualidad y exuberancia que implica saborear una taza del mejor café. Texto tan delicioso como el buen café de altura de nuestras tierras...


Sea a como fuere, la momentánea decadencia de las tradiciones no siempre se explica ni justifica. Véase el caso del buen café, que se anda perdiendo sin remedio y no tenía por qué perderse. Nadie ha querido creer en mi sinceridad cuando me he quejado –yo que tanto amo a Brasil, donde se produce tan buen café– de que la gente del Brasil ni sabe gustarlo ni prepararlo. En vez de tostarlo, es frecuente que lo carbonicen; después lo desvirtúan con el exceso de azúcar; y luego todavía, lo engu-llen de un trago y sin paladearlo, dizque para evitar que se enfríe. Pero quemarse no es saborear. Del viejo mineiro (lo más castizo del Brasil) cuentan que siempre reclama porque no le sirven el café bastante calien-te; y entonces lo escupe de rabia diciendo que está frío, y el perro que recibe el escupitajo sale ardido y aullando cuán-cuán a todo correr.
Pues figuraos que, ade-más, el buen café de Brasil desaparece del mundo sin llegar a dar su fina flor, y he aquí por qué: los cosecheros paulista tienen vendida la exclusiva de los mejores tipos a los Estados Unidos. Yo sólo pude lograr, por cortesía de la Bolsa de Santos, que me obsequia-ran un saco de café de primera, pues vendérmelo les estaba prohibido. Y ese café de primera, que emigra lamentablemente rumbo a los Estados Unidos, allá, todos lo saben, se convierte en un agua turbia y sin aroma.

Cosa delicada es la elaboración del café, de extrema limpieza y gran paciencia, sin las cuales aún con la mejor calidad se llega a los peores resultados. Y es en el café producto de tan singular variedad que siempre caben las sorpresas, las decepciones, aunque se lo cuide y acaricie con la intención y con ese casi inefable secreto que comunicó a la mujer... no sé si la misma serpiente del paraíso. Por eso quise decir en la Minuta que, con los mismos elementos y los mismos cuidados, unas veces se acierta y se fracasa otras, y que hay algo en el café de caprichoso, de incierto, como en la fantasía de la Arabia que lo descubrió.

Un día me propuse dar un ejemplo y ofrecí café mexicano, despulpado, suave y fino, al Ministro de Relaciones Exteriores de Río de Janeiro. Yo quedé más que satisfecho; pero siento decir que ni él pareció apreciarlo mucho, por el mal hábito adquirido, ni quiso creer que aquel café era mexicano, sino que lo creyó de Colombia; porque mi caro y llorado amigo tenía de mi país una idea quimérica, y tampoco pude convencerlo nunca de que nuestros ferrocarriles son algo mejores que los del sur.

Y no hablemos de otros vicios más o menos generalizados: aquel desacato de ennegrecer el café con azúcar chamuscada; aquel desacato de echarle garbanzo, como en las fondas de mala muerte; aquel desa-cato de mezclarlo con a-chicoria, pecado del que participa aun la Europa más refinada.

Y voy a probar el mal con el caso que más me duele y más me confunde. De regreso a mi país, me he encontrado con que también por acá va desapa-reciendo el noble arte de ela-borar el café. Fui en su busca hasta la Meca del café michoacano, hasta Uruapan. La hermosa carretera de Morelia a Pátzcuaro –una de las más hermosas del mundo– se bifurca a cierta altura, y allí una senda nos conduce a Uruapan, por entre oleajes de cumbres y huertas y selvas olorosas. Pronto la tierra –rojiza como en São Paulo, tierra que promete y da el café– comienza a envolvernos. Uruapan se acerca, dormida gloriosamente en sus jardines, sus cascadas y aquellos románticos toldos vegetales. Lindas muchachas observan la llegada del auto, con unos ojazos del color del café. La tez morena y dorada de la raza exalta la imagen del café, de la omnipre-sencia del café, a extremos de alucinación... ¡Y cuál no fue mi desengaño! Allí me dieron a beber un frío y negro extracto de cucaracha, viejo y torcido de varios días, en una botella mal tapada con un taco de papel de periódico, y me pusieron al lado –¡abominación de la abominación!– una jarrita de agua caliente para que graduara a mi gusto el ponzoñoso brebaje.

Fuente original: Alfonso Reyes. Memorias de cocina y bodega. Minuta. Tezontle Cocina. Fondo de Cultura Económica, México, 1989. Descanso XI, pp. 95-99.

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